viernes, 13 de enero de 2012

CAIFANES EN EL VIVE LATINO 2011

Todos llegamos esa noche. La noche en que los Caifanes metieron 70 mil personas al Foro Sol, y de paso ellos aumentaron varios ceros a sus cuentas, y de paso impusieron récord de asistencia en el Vive Latino XII. El dinero y las ganas de hallar algo que ellos mismos habían perdido en su camino, fueron suficientes para olvidar resabios, aunque fuera por una velada. Atardecer de añoranza para verlos rockear como Jesús predicó un día: “Ama al Rock como a ti mismo”….
Aire con irreductible olor a patas de diablo carbonizado, tabaco, chela, y melancolía untada a la piel. 2011 será marcado como el año del Caifán; La del 11 de abril, la fecha que recuerda los 24 años de su primer toquín en Rockotitlán, cuya alcurnia musical ha sido transformada ya en cabaret para niños popis.
Todos llegamos puntalmente a una Ciudad Deportiva cuyos linderos fueron insuficientes para contener a miles de personas vomitados por el Metro, por las calles y avenidas aledañas; carros, motos, bicis. En esta plancha de concreto, tapizado con alfombra mortuoria, estamos todos mis “Yos”: Yo viejo, de pródigas lonjas, canoso, fumador de tabacos oscuros; yo con veinte años menos, con 15 kilos menos, con más pelo. Yo con 25 ayeres menos; yo con 15 años y contando; yo con hambre de comer mundo sin guarnición; yo saboreando el primer beso ganado a carta cabal; yo ceceachero enamorándome por primera vez; yo tomando mi primera chela en bolsa en Rectoría yendo a ver a Sabo, Diego, Alfonso, Alejandro y Saúl; yo rapado; yo con arracada y granos en la cara lampiña; yo con pantalón roto y paliacate en la bolsa; yo con greña de malviviente; yo el receptor de la desconfianza de la mamá de mi amigo Memo; yo el que “mataba” clases para irme a “retar” a las canchas; el de la hora del “Té” —del edificio T del CCH cOrriente—, o la hora del güevón…
Y si es verdad eso de que todos somos la suma de cada uno de aquellos que una vez fuimos, entonces sí, todos arribamos a la hora pactada. Todos formaditos, en fila, con ánimo de artesanos hilvanadores de estampas del pasado. Yo y esos otros “yo” que dentro mío tomaban la plaza de mi morriña al ritmo de células que explotan; que sentían miedo del futuro como el cielo… o la vida.
Una vez la escritora Laura Restrepo me compartió una joya. Los soldados romanos que se hallaban en campaña durante mucho tiempo —para ampliar las fronteras de su imperio—, inventaron la palabra Nostalgia para describir aquella tristeza que sentían por lo que habían dejado atrás, familia, tierras, animales, vida. Con el paso del tiempo el término se extendió y se le vinculó más a lo emotivo.
Por ello hoy estoy aquí, como si en campaña estuviera para ensanchar las costas de esa juventud/imperio que una vez me/nos perteneció y que desde la cima de nuestros años veinte dominábamos sus valles, y lagos y ríos y bosques; aquí estoy/estamos frente a esta hoguera donde arden canciones de los Caifanes, y a la que nos acercamos como exiliados, como lobos, como locos, estos todos yos/tú/ustedes/nosotros/ellos para calentar un poco estos huesos, más cercanos a la otra orilla de nuestras vidas, que a nuestro inicio.
Aquí estamos, hipnotizados, alzamos los brazos para tocar esas vibras que despiden sus “caifanescas” letras; contemplando los chisporroteos alimentados con leños de promesas incumplidas; aquí mis vecinos calientan sus “yos” que aúllan a la luna, y para darle respiro a un Saúl Hernández diezmado en sus tonalidades, pero reverenciando a la calidad de un grupo de rucos calvos y pelones, cuyos dedos arrancan riffs que levantan a este cielo estrellado, las cenizas de un imperio que permanece, resquebrajado sí, pero con cartografía reconocida por nosotros y esos miles que dieron portazo, o quedaron exhaustos afuera de las puertas del Foro Sol, y que pagaron hasta dos mil 500 denarios por una entrada.
70 mil hordas honraron a esos Caifanes cantándole a esos mismos que una vez se separaron y dejaron en la orfandad a sus fanáticos, y que en la disputa por el la marca registrada prefirieron mejor crear un grupo con nombre de felinos mitológicos prehispánicos; hecho a imagen y semejanza de un hombre/Dios de apellido Hernández.
Generación “equis” (una especie de “nini” ochentero, llamada así por algún sabihondo de años idos), la cual ya demostró que la ecuación de la desesperanza tiene más de un resultado. La misma que hoy en día engrosa las filas del desempleo, del narco, el ambulantaje o de la burocracia; esa camada de hombres y mujeres que sólo pudo procrear y trajo de la mano esta noche a “ninis” de bolsillo, imperfectos como los padres, y que entonan sólo las canciones del grupo que caben en un MP3•pirata.
Ejércitos de la memoria acompañaron historias de hombres que hablan con pájaros; perdidos entre las misas de María; hombres de papel sangrantes; de perros infelices; de sabihondos paquidermos; de dioses ocultos, brujas, ratas; de guerreros de sangre…
Todos estuvimos allí. Reporteros, conductores, músicos; chicos, medianos y grandes, fanáticos y melómanos; chicas que lloraban como magdalenas al descubrir —como muchos otros en esa noche de sábado— que eran más fans de lo que alguno de sus “yos” les habían dicho. Vino mi yo borracho; peleonero; pacificador; ceceachero; universitario; taxista; pintor de brocha gorda; ambulante; padre de familia; desmadroso, reportero. El que vio a Sabo Romo, susurrarle algo al oído de Alejandro Marcovich, y a éste alejado cuanto pudo de Saúl Hernández, hasta que ya no hubo de otra que dialogar con el instrumento.
Vinieron los Caifanes repletos de sus “yos”: los chavos, amigos, los exitosos músicos quienes terminaron odiándose y madreándose y reencontrándose 16 años después de su último concierto, y quienes agradecieron al Vive Latino 2011 su reunión musical; los que aseguraron que estaban a los pies de la banda, causante de este, quizás último cruce de sus caminos.
Los Caifanes. seguramente también traían dentro a sus “Stormtroopers de la nostalgia” —como los que presume tener Jorge Caballero—, todas esas huestes agrupadas; sin embargo si hubiera que reprocharles algo, sin duda sería que ninguno de los involucrados en el escenario pareció querer dejar salir a sus más divertidos “yos”, y mucho menos dejarlos convivir…
Miguel G. Galicia

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