jueves, 3 de mayo de 2012

PEDIGÜEÑOS URBANOS

POR MIGUEL G. GALICIA

Jesús viste desarrapado, camisa a cuadros, pantalón roído, zapatos que ya vieron pasar sus mejores épocas, cabello relamido por la mugre; tiene como siete años y una mirada dura para su edad pero chispeante, pinta sus tristezas con un poco de maquillaje mal puesto en el rostro. Juan, su compañero, sería su espejo salvo por la edad, éste es más grande aunque, creo, no llega a los diez. A su corta edad ambos ya saben lo que es ganarse la vida.

En el último asiento del microbús (transporte colectivo) cuentan decenas de monedas; despreocupados ignoran las miradas curiosas de los pasajeros que van subiendo al vehículo aún vacío; las hay de todos tamaños, separan los botones metálicos por color: de a diez, de veinte centavos, tostones, pesos, de a cinco y dos de a diez pesos, sonríen mientras sus ojos se iluminan con el tintineo.

Martín Carrera es un paradero no muy grande. Es la Terminal del metropolitano de la línea cuatro en la Ciudad de México, recorre de ese punto hasta Santa Anita. Las rutas que salen de allí llevan principalmente hacia barrios populosos como San Pedro, Santa Clara, Cerro Gordo, Vía Morelos, Puente Negro. Colonias que un día fueron pueblos y que hoy forman parte del gran monstruo que es la Ciudad Capital del país.

Jesús y Juan salen todos los días de su casa para ganarse el pan de cada día desde temprano. La escuela la dejaron hace tiempo. No importa si llueve, hace frío o calor, ellos están allí listos para divertir.

Empezaron, dicen, vendiendo chicles en los camiones, pidiendo limosna en los vagones del metro; sin embargo ahora se han dado cuenta de que con un poco de imaginación pueden “trabajar” y ganarse una lana.

Después de que sale el micro, se levantan los dos y empieza el espectáculo. Allí está Jesús, con su gesto alegre, entona una canción que intenta ser chistosa, Juan lo interrumpe e increpa: “Qué feo canta usted mi amigo, újule no me diga que usted canta mejor. Sí, si le digo fíjese, a ver, ahí le voy. No pus si canta peor que yo. No’mbre, ¿verdad que canto mejor qu’él joven?, pero péleme joven que se siente refeo que no le hagan a uno caso, ire nomás dígame ¿quién canta mejor él o yo?, no me quiere contestar, bueno ni modo...”

La personalidad los cambia, la actitud es distinta, ahora sus desnutridas figuras parecen crecer, sus voces son ahora chillonas, imitan a los payasos de una fiesta de cumpleaños que nunca han tenido, las manos también actúan, sus gestos son exagerados, arrugan la frente, levantan las cejas, paran la trompa. Se nota que lo disfrutan pero le ponen filin.

“Oiga señor, ¿usted trabaja o lo mantienen?”, me dice mientras busca mi aprobación con la mano que le queda libre, afirmo con la cabeza, “¿Újule que tristeza, que mala suerte, a mi me mantienen... pero trabajando”, la risotada de Juan lo interrumpe del otro lado del bus.

Una señora alista una moneda, Juan se da cuenta de ello y se acerca a ella, entonces la invita a participar: “Señora, verdad que cuando su marido llega después de tres días a la casa, usted en vez de reclamarle dónde andaba, mejor le dice: hola viejito, qué milagro, ¿cómo está la otra?, salúdamela mucho, ¿vienes cansado?, ¿ya almorzastes?, ¿cuándo la traes a la casa pa’que nos tomemos un cafecito?”.

Cada palabra está bien medida, se nota que han aprendido bien su papel. Los dos chamacos se toman cinco minutos, para entonces ya compartieron sus malos chistes, fueron ignorados por algunos, y se ganaron al escaso público, el cual más por ternura que por solidaridad desenvaina unas monedas y las deposita en sus manos.

Agradece a todos y rematan su sketch tantas veces repetido: “Como pueden darse cuenta ni mi compañero ni yo no somos unos grandes payasos ni mucho menos, pero esperamos que el chow haya sido de su agrado, si alguno de ustedes quiere cooperar con nosotros con una moneda que no afecte su economía se los vamos a agradecer”.

Después de tomar el dinero se sientan otra vez y cuentan lo ganado, lo reparten ahora con voces susurrantes. Jesús y Juan saben que trabajan a ratos pero que es suficiente para ganarse de cien a ciento cincuenta pesos al día. Nada mal para estos chamaquitos.

Sus madres saben a qué se dedican, la de Jesús es mesera de una fonda y la de Juan lava ropa ajena, tienen más hermanos, el primero es el mayor de tres hijos, el segundo es el de en medio. Sus palabras ya en corto los delatan como todos unos profesionales con responsabilidades que no debieran tener aún.

Su inocencia quedó atrás, no saben cuánto tiempo ha pasado desde que empezaron a chambear o no quieren decirlo; sin embargo todavía tienen sueños, el más chico quiere ser maestro, el otro mecánico para poder manejar carros. Sueños que pueden nunca llegar a ser; que arrastrados por su vida se difuminen como el humo de esta destartalada carcacha que los transporta hacia su barrio de origen del que nunca salen, salvo cuando trabajan.

Jesús y Juan se conocen desde hace mucho, son vecinos, cuates de andanzas, carnalitos pues, de esos que se forjan a través de la amistad, comparten muchas cosas, hambres, malpasadas, miedos, peligros, aventuras, y “el varo” ganado de payasos; eso, dicen mientras platico con ellos, “es lo más chido”, coinciden ambos con un abrazo fraternal.

Cinco semáforos después, bajan del micro sin decir adiós, gracias chofer, gritan en tanto saltan antes de que se detenga esta cafetera y uno de ellos cae, mas no hay problema, se levanta con su cuerpecito elástico y corre tras su compañero que —burlón se carcajea—, dando a la escena un ligero matiz de cinta de Luis Buñuel… Y allá van, ya se subieron a un camión que viene detrás del mío. Ni hablar el chow debe continuar.

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