domingo, 14 de julio de 2019

El mundo cabe en un mercado... como el del San Juan Pugibet

En época de contingencia ambiental se llega rápido al mercado de San Juan Pugibet. Desde cualquier punto de la Ciudad de México. Uno circula por las venas de esta urbe mancha, urbe plasta, urbe humosa, con la velocidad de quien no le debe nada a la vida. Como seguramente uno podía circular en la época de la Colonia; como en esa etapa en la que, comentan, en este sitio se vendían esclavos. Infancia es historia, dicen, por eso ahora nosotros, los esclavos del gusto, venimos a este punto de eternos sabores.



Cerca del kilómetro cero de la megalópolis, este pedazo de terreno, de paredes altas, con locales que parecen multiplicarse frente a un espejo de olores y sabores, hasta el infinito, se yergue orgulloso. Gris por fuera pero iridiscente por dentro, este sitio amurallado que perturba los sentidos con sus contrastes, brilla con su propia luz, retando el cielo plomizo que se cierne sobre él cápsula del tiempo, protectora de todo mal al que ama la comida.



Llego con el hambre del minero. Me mueve un hueco tanto en el estómago como en los ojos, que, como el amor, no se llenan con poco. Ávido, codicioso, lleno mis papilas con sus aromas; esas formas y esas degustaciones que se eternizan en el paladar, y el iris, porque todo lo que veo y huelo me llevarán a evocar paradisíacos lugares que sólo conozco en las monografías y los mapamundis de mi infancia.




El mercado de San Juan se abre ante mí, como la antigua Roma debió hacerlo ante los viajeros de su época. El lugar en el que todo cabe, en el que todo nace.

Cada negocio, cada marchante ofrece lo que, provocador, tiene. No hay imperio del sabor, que se precie de serlo, que no tenga estas carnes, pescados, quesos, insectos, frutas, verduras, semillas prestas a ser deglutidas por pantagruélicos deseos. Toda la cadena alimenticia aquí presente.

Un pase de lista diario: ¡Veganía!, ¡Presente! ¿Carne felina? ¡Presente!; ¿Carne de aves? ¡Presente!; ¿Carne porcina? ¡Presente!; ¿Moluscos? ¡Presente!; ¿Insectos? ¡Presente!; ¿Pescados? ¡presentes! ¿Batracios? ¡Sí!; ¿Arácnidos? ¡Presentes!; ¿Reptiles?, ¿Cérvidos? ¡Sí! ¡Todos están aquí! Decía mi abuela que todo lo que se mueva se come, y decía la de Fabrizio Mejía que su abuelo le mentaba: Lo que se caza se come y lo que se come se comparte.

Eso es este mercado, el de San Juan, en donde los mundos del mundo fluyen y confluyen en uno mismo, en un río multicolor que todo lo arrastra.

Chefs, estudiantes de cocina, maitres, cocineros, turistas, expertos culinarios, ignorantes, iniciados, los hijos de nadie, tú, yo, todos cabemos en esta Arca de Noé.

Luego de deambular por sus pasillos, me siento en una mesa cuyos dueños, como en muchos otros restaurantes que aquí hay, me ofertan paquetes de tapas, panes, quesos, vinos, baguettes, carnes frías, embutidos, y ricas salsas —macha, de grillos, de cacahuate—.

Tomo una mesa y por un momento muto en Marco Polo. Cartas van, cartas vienen. Pido a la anfitriona me muestre el camino, y ella como Caronte me dice hacia qué infierno tomar.



Los productos ultramarinos y de tierra adentro más extraños, al alcance de mi presupuesto. Bebo uva madura, machacada y fermentada. Degusto una combinación prodigiosa de contrastes, libo el líquido de las hijas de las olivas.

Igual me entretengo en el fétido vaho del mar, de la tierra, del aire, del caño, de la ciudad, de las partículas PM 2.5, que irrumpe en forma de viento alegre, que juega, se enreda, junto con el humo de esta contingencia, en mi nariz.

De la calle López a Lázaro Cárdenas, de Pugibet a Artículo 123, todo sabe sabroso. La ruta del hambre tiene peaje, en promedio de 310 pesitos.

Camino con tres o cuatro copas de vino tinto corriendo en las venas.



En la esquina, luego de preguntar por el precio del kilo de carne de cocodrilo, león, jabalí, avestruz, búfalo; de admirar hormigas chicatanas, gusanos de maguey, chinicuiles, escamoles, alacranes, acosiles, xawis, pericos, iguana; de tomar fotografías de un plato, de una barra, de una fuente con agua puerca, ya en la calle, rematada con cupidos y peces koi, construida en 1905, unos jóvenes juegan al básquetbol, mientras me miran indiferentes, no imaginan que mi sonrisa responde a mi felicidad de haber probado productos que han erosionado mi última resistencia a la comida del futuro, y claro, porque me sigo regodeando en el sabor de un jamón serrano, de un queso gouda con nuez, de un pan tostado, con semilla de sésamo, crocante, que me astilla y revienta las encías, con un regusto de mi sangre y leche agria.

Sonrío, feliz porque he hallado una nueva Ruta de la seda, aquí, justo aquí, en el centro de una ciudad que un día fue el ombligo de la luna, y que ahora es un punto más parecido a los portales dimensionales hacia universos de sabrosura.


Eso voy pensando, lamiendo y aspirando entre mis dientes, lo último que puedo hallar de lo que he comido, en tanto camino hasta perderme, como un fantasma, entre los grises de las calles de esta ciudad hambrienta…

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